A LA DERIVA
El hombre se sintió confuso, y en seguida sintió un
retortijón en la panza. Dio un brinquito adelante, y al volverse con una cuba
vio un fantasma que envuelto sobre sí mismo esperaba otro espanto.
El hombre echó una fugaz ojeada al espejo, donde dos manchas
negras oscilaban vibrantes, y sacó un pitufo de su bolsillo. El fantasma vio la
amenaza, y hundió más la cabeza merito en medio de su pantalón; pero el pitufo saltó
de pronto, picándole las nalgas.
El hombre se quitó la piel, se arrancó los músculos abdominales, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de su
ombligo y de su ano, y comenzaba a invadir todo el peritoneo. Apresuradamente
se ligó el escroto con sus audífonos y siguió por Xola hacia el depa de
Berronas.
El dolor en la panza aumentaba, con sensación de transfictivo
tormento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes cólicos que como
relámpagos habían irradiado desde el yeyuno hasta la mitad del muslo. Movía la
pierna con dificultad; una alucinante sequedad de garganta, seguida de sed de la
mala, lo puso a prepararse otra cubita.
Llegó por fin al departamento, y se echó de brazos sobre las
almohadas del sofá. Los dos orificios corporales desaparecían ahora en la
monstruosa hinchazón de la panza entera. El peritoneo parecía adelgazado y a punto
de ceder, de tenso. Quiso llamar a Berronas, y la voz se quebró en un ronco
arrastre de garganta rasposa. La sed lo devoraba.
—¡Berronas! —alcanzó
a lanzar en un estertor—. ¡Dame ron!
Berronas corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió de
tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.
—¡Te pedí ron, no cerveza! —gritó de nuevo. ¡Dame ron!
—¡Pero es ron, Luis Aguilar! —protestó Berronas espantada.
—¡No, me diste cerveza! ¡Quiero ron, te digo! Berronas
corrió otra vez, volviendo con la botella. El hombre tragó uno tras otro dos vasos,
pero no sintió nada en el pescuezo.
—Bueno; esto se pone feo —murmuró entonces, mirando su panza
lívida y ya con aspecto gangrenoso. Sobre la honda ligadura de los audífonos,
el escroto desbordaba como una monstruosa morcilla.
Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos
relampagueos, y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de pescuezo que el
aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando intentó incorporarse,
un canijo vómito lo tuvo medio minuto con la frente apoyada en la almohada de
sofá.
Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta avenida
Tezontle subió a un Uber. Sentóse en el asiento trasero y comenzó a refunfuñar
por todo Río Churubusco. Allí el tráfico del sábado, que en las inmediaciones
de CDMX corre sus kilometritos, lo llevaría antes de cinco horas más al poniente
de la ciudad.
El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar al
CENART; pero allí sus manos dormidas dejaron caer el teléfono celular en el Uber,
y tras un nuevo vómito —de pizza esta vez—dirigió una mirada a las nubes
sobre toda la urbe.
La panza entera, hasta medio tórax, era ya un bloque deforme
y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el
pantalón con su navaja: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas
lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar a un
hospital, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alvi, aunque hacía mucho
tiempo que estaban disgustados.
El tráfico de Río Churubusco se precipitaba ahora hacia el
poniente, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por Félix Cuevas,
pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.
—¡Alvi! —gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en
vano.
—¡Compadre Alvi! ¡No me niegues este favor! —clamó de nuevo,
alzando la quebezas del suelo. En el silencio del asfalto no se oyó un solo
rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su Uber, y el tráfico,
cogiéndolo de nuevo, lo llevó velozmente a la deriva.
Churubusco corre allí a lo largo de una inmensa ciudad,
cuyas casas, de cien formas, encajonan fúnebremente el circuito. Desde las
orillas bordeadas de grises paredes de concreto, asciende el esmog, gris
también. Adelante, a los costados, detrás, el eterno movimiento lúgubre, en
cuyo fondo el Río Churubusco circular se precipita en incesantes destellos de
luces delanteras. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte.
Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.
El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el
fondo del Uber, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó
pesadamente la quebezas: se sentía mejor. La panza le dolía apenas, la sed
disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.
El alucín comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi
bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída de la
lluviecita para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en
su destino.
El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de
recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en la panza. ¿Viviría aún su
compadre Kike en CDMX? Acaso viera también al Abuelo, y al vato de la Agrícola
Oriental que se lo habían vergueado.
¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en
pantalla de oro, y el Río Churubusco se había coloreado también. Desde el
extremo occidental, ya entenebrecido, el horizonte dejaba caer sobre Río
Churubusco su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel
silvestre. Una pareja de zopilotes cruzó muy alto y en silencio hacia el Estado
de México.
Allá abajo, sobre el Río de oro, el Uber derivaba
velozmente, cambiando a ratos de carril ante la incertidumbre del flujo
vehicular. El hombre que iba en él se sentía cada vez mejor, y pensaba
entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver al Abuelo. ¿Tres años?
Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso
sí, seguramente.
De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho.
¿Qué sería? Y la respiración también...
Al Canales lo había conocido en una peda un viernes santo...
¿Viernes? Sí, o jueves . . .
El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.
—Un jueves...
Y cesó de respirar.